Nuestra vida no puede tener otro fin último que Dios, a quien todos debemos glorificar, y hacia quién hemos de ir, ya que es el sumo bien y la suprema felicidad para el hombre; mediador y camino para llegar a Dios Padre es Cristo, que está presente en la Iglesia, en la comunión de los hermanos en los sacramentos. Hemos abrazado la vida monástica para poder alcanzar este fin mediante una consagración especial que nos orienta en este sentido directa y radicalmente, y nos dispone al mismo asidua y eficazmente.
Los monasterios de nuestra Orden deben favorecer la vocación de cada uno de sus miembros, la deben conservar y hacerla progresar. Por tanto, el fin de buscar a Dios no es solamente una obligación individual ; toda la estructura general de la vida del monasterio, escuela del servicio divino, la autoridad y la doctrina del Abad, la levadura de la justicia divina han de servir para fomentarla. En esta finalidad reside la razón última de la vida de nuestros monasterios. Todos los demás bienes, ya sea la reputación social, la utilidad humanitaria o civil, las ventajas materiales deben estar subordinadas a este fin y deben ser convenientemente adaptadas al mismo y nunca deben ser preferidas al progreso espiritual, a la corrección de las costumbres y al progresso de las virtudes. (Declaración La vida cisterciense actual, 39-40)